Quedan pocos cines de verano, aunque algunos Ayuntamientos están haciendo por volver a tenerlos dentro de las actividades culturales de esta época, porque tienen un encanto especial y nos estamos dando cuenta ahora que no los tenemos. Los cines de ahora son para ir a estar callado y concentrado, a disfrutar de una película de estreno, de una pantalla envolvente gigante y de un sonido espectacular, y a esperar que a los de alrededor no les suene el teléfono, o que las palomitas y las patatas fritas que comen no sean demasiado crujientes, porque el espectáculo debe estar en la pantalla y no en la sala. Así debe ser en mi opinión, o así debería ser si no fuera porque los precios de las entradas son tan altos que es probable que en la sala de cine haya menos gente que en tu salón. Pero los cines de verano son otra cosa, y el que va lo sabe y lo busca. En un cine de verano no verás películas de estreno, y como tienen ya un tiempo a nadie le importa perderse en los diálogos. Tampoco suelen poner películas demasiado profundas así que puedes ver sólo media película y no perderte de la trama, porque nadie va al cine en verano, en chanclas, con los niños y comiendo patatas fritas en la freiduría de al lado para clavarse una película de Isabel Coixet. Lo normal es buscar risas o acción, algo suave para entretenerse y no dar demasiadas vueltas al coco. Películas antiguas que ya hemos visto media docena de veces o películas iguales a otras que ya hemos visto, con personajes y escenarios distintos pero los mismos enredos, las mismas historias de amor con final feliz o diferentes héroes salvando el mismo mundo. Todo eso es parte del encanto del cine de verano y no hay que exigirle otra cosa, porque en ellos, a diferencia del cine normal, el espectáculo no está en la pantalla si no en la sala. Así que ojalá siga habiendo muchos cines de verano. Bueno, y de los otros también.
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