Michael llegó a España en mitad de la fiesta y se unió a ella. ¿Quién iba a quedarse en la puerta viendo cómo los demás se divertían pudiendo entrar y ser uno más?. Encontró una vida en la que podía disfrutar de casi todo lo que ya tenía en Inglaterra: amigos ingleses, bares ingleses en los que ver fútbol y rugby, comida inglesa y campos de golf. A todo eso le pudo sumar pantalón corto casi todo el año, cerveza barata, oportunidades de negocio que jamás habría imaginado y poder usar por fin unas gafas de sol. Llegó y compró una casa, porque todavía eran baratas, y como sabía algo de español muchos compatriotas le llamaban cuando iban a comprar la suya, así que al poco había abierto una inmobiliaria. En realidad su inmobiliaria era un teléfono móvil y muchos papeles junto al ordenador de casa, y como muchos de los ingleses que llegaban confiaban antes en otro inglés que en un español, pronto le sobraron clientes. Es lógico, cualquiera confiaríamos antes en un paisano, y los españoles tenemos fama merecida de cobrar a los extranjeros más de la cuenta, así que Mike, al que así llamaban sus clientes y amigos, aprovecho la confianza y empezó a cobrar comisiones bestiales, porque en cuestiones de dinero los ingleses son más españoles que nosotros. Nada de un tres o un cinco por ciento. Hablo de que un comprador pagaba 450.000€ mientras que el vendedor sólo recibía 350.000€. Sólo necesitaba vender un par de casas al año y el resto del tiempo disfrutar. Mike ganó mucho dinero que se bebió en vasos de pinta y sobre todo en levantar la casa de sus sueños. Compró un terreno de olivos, caballos a los que dar de comer y desmontó una casa de trescientos años en Inglaterra para montarla ladrillo a ladrillo en Málaga. Cayó en el mismo error que todos, porque cuando los precios subieron tanto que los bancos no tenían más dinero que prestarnos dejó de tener clientes, dejó de tener caballos y dejó sus olivos morir alrededor de unos ladrillos ingleses que todavía no habían terminado de formar una casa española. Huyó con más deudas de las que cabían en su calculadora y dejó atrás todo lo que no cabía en el maletero de su Range Rover o no iba a volver a usar. Sus pantalones cortos y sus gafas de sol se quedaron agarradas a España como su segundo coche en un aparcamiento cualquiera. Escapó de la fiesta por la puerta de emergencia y todavía le están buscando.
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