La puerta de la calle está cada vez más lejos de sillón. Parece que cada noche alguien agranda la casa alejando el aseo de la cama, la cocina del comedor y la calle de las ganas de salir. Quien sea el malvado que aparece aprovechando la oscuridad, hace que los relojes vayan cada día más lentos y que el movimiento de sus agujas suene más fuerte que el teléfono o la televisión, que poco a poco se hace más pequeña y se ve peor. Una casa tan grande que se hace más grande cada día, va llenando sus habitaciones de silencio y soledad, un silencio cuyo ruido retumba en la cabeza. Las visitas de los hijos y los nietos no consiguen ocupar el espacio por mucho tiempo y la calle llama cada vez menos a la puerta. Pero todas las mañanas abre su puerta y sale a la calle, aunque nadie le llame. Busca el sol o la sombra, según el tiempo. Busca a los amigos que le quedan, busca las aceras más anchas y más largas, busca las fichas de dominó resonar sobre la mesa del bar de la esquina. Busca el chato de vino, la reja del colegio de los nietos, la fruta y el pan de cada día. Busca acortar el día alargando el paseo, busca dar cuerda al reloj por si tiene ganas de pararse, busca llevar nuevos sonidos en la cabeza que llenen su tiempo y hagan más pequeña la casa que se agranda por la noche. Sale de casa con el ceño fruncido y vuelve con una sonrisa, porque trae en los bolsillos un día más de sencillas alegrías, y hace mucho que perdió la cuenta.
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