Uno puede despertarse temprano, levantar la persiana para ver como amanece y prepararse para pasar un día igual que ayer e igual que mañana. Al otro lado del cristal los mismos árboles, las mismas casas, las mismas montañas y el mismo cielo. Las mismas pocas ganas de trabajar si se tiene trabajo, de estudiar si se está preparando para intentar trabajar algún día, o de desesperarse buscando trabajo si no lo tiene. Todo igual a ayer e igual a mañana. Hay pocos días en los que todo es distinto. Los árboles son más verdes, las casas más blancas, las montañas más altas y el cielo mejor pintado. Hay días en que la ventana trae nuevas esperanzas en las que creer, buenas aunque escasas noticias de un amanecer lento y desconocido, pero amanecer sin lugar a dudas. Hay días en los que queremos brindar con el colacao del desayuno porque queremos celebrar sin perder tiempo desde bien temprano. Todos los días cumplimos un día más, sólo una vez al año cumplimos un año más, y sólo una vez cada diez años hacemos un día redondo. Ayer fue un día de esos, no era mi cumpleaños pero como si lo fuera. Celebramos un día que merece celebración. Lo celebramos ayer, el pasado domingo, el viernes anterior, lo volveremos a hacer hoy y lo haremos más tarde todas las veces que sean necesarias. Guardaremos fuerzas para volver a celebrarlo el día que estemos con los que no han podido estar hasta ahora, hasta que olvidemos que lo que celebrábamos era un cumpleaños y empecemos a celebrar que el amanecer que hay al otro lado de la ventana nos ha despertado a todos a la misma hora.
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