La tarde cae lentamente en la bahía de Málaga. Parece que el tiempo corre más despacio junto al mar. El sol se esconde al mismo ritmo que la bruma va difuminando la ciudad, lo que va transformando el ambiente en una escena propia de un sueño. La humedad ya oscurece la arena y las huellas se marcan al pasar dejando un rastro de pisadas que parecen pintadas. Las mesas están ocupadas por conversaciones cada vez más calladas y cada vez más escasas, y las palabras son cada vez más innecesarias. La marea acaricia la orilla con incansable paciencia y produce un sonido hipnótico al rozar la arena. Los cafés se enfrían y los refrescos se calientan sin ser consumidos en este momento mágico en que las palabras sobran y las miradas se pierden en el horizonte. Media luna brilla con fuerza en un cielo cada vez más oscuro, que pronto se confundirá con el mar. Una ciudad que mira al mar en una hora en la que es imposible no mirar al mar. Llevamos tres mil años mirando este mar y no sabemos dejar de mirarlo.
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