No nos gusta esperar. El tiempo que dedicamos a hacerlo se nos hace eterno y lo dedicamos también a odiar a quién nos hace esperar. Si tenemos una cita y el otro se retrasa empezamos a enfadarnos desde el primer minuto, pensando que de haberlo sabido habríamos salido más tarde nosotros también. Si nos toca aguantar una cola en el supermercado nos parece que todas las de nuestro alrededor avanzan más que la nuestra, y nos enfadamos con nosotros mismos por haber elegido la única caja en la que hay problemas con la tarjeta del último cliente. Cuando estamos en un atasco nos desesperamos con el de delante, y pensamos que siempre nos toca el que no tiene prisas o no conoce la carretera. Odiamos a más no poder las cansinas musiquillas de los contestadores automáticos en los centros de llamadas de compañías de seguros o telefónicas, porque cuando llamamos queremos solucionar nuestro problema cuanto antes y no tener que repetir nuestros datos personales varias veces entre espera musical y espera musical. Odiamos al que creó la música y al que la eligió como tono corporativo.
El tiempo se hace eterno esperando y sólo nos damos cuenta cuando esperamos. Movemos el culo en el asiento como estando sentados en una silla de hierro a la que alguien ha olvidado poner un cojín. En cambio, el tiempo pasa volando cuando nos esperan a nosotros, y cuando tranquilamente llegamos a la cita, aunque sea con retraso y vierten sobre nosotros todo el odio acumulado con una mirada de reproche y un dedo acusador, nosotros nos preguntamos extrañados: ¿a quién se le ocurre esperar en un lugar tan incómodo?.
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