Que me gusta la cerveza es algo que saben todos los que me conocen. Bebía cerveza cuando la mayoría de mis amigos tomaban refrescos o combinados y mi amigo Tronki siempre me ha dicho que era medio teutón. Cuando veo una marca nueva intento probarla, y cuando una me gusta intento probarla más veces para comprobar que me sigue gustando. Comparto afición con mi hermano y cuando estamos juntos intentamos probar varias y recomendarnos marcas. Tampoco soy experto, y cuando empiezo a ver tipos de fabricación e ingredientes me pierdo un poco, pero no hay que saber cómo se fabrica un coche para disfrutar conduciendo. Cuando viajo pido las cervezas locales y eso me ha dado muchas alegrías, alguna que otra pena y muchas anécdotas que contar. He estado en cervecerías dónde sólo servían en jarras de litro y dónde guardaban las de los clientes habituales en taquillas, otras con cien vasos distintos para cien marcas diferentes, una con más de veinte marcas de barril cada una con su tirador y otras dónde se daba la presión con una bomba manual como la de un pozo. He bebido cerveza de países de los que no esperarías una bebida alcohólica, como India o Marruecos. He aprendido que la cerveza con limonada es muy popular en Alemania y con cerezas en Bélgica, cosa que aprendí por pedir a ciegas de una lista según el nombre que más me gustó, aunque la cerveza de cerezas no he vuelto a comprobar si me gusta. Por pedir a ciegas he disfrutado de grandes cervezas, pero me ha llevado a tomar cosas que habría preferido tirar, como una vez en una cervecería con varias marcas, todas desconocidas, en tiradores repartidos por toda la barra. Pedí señalando una al azar y mientras la servían ya noté un color raro, me olió más raro aún y al probarla descubrí que no era cerveza sino sidra. Me la bebí intentando rechistar poco, pero me la bebí, aunque mi cara era un poema. Un poema para enmarcar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario