Los aseos públicos son una fuente inagotable de reflexiones. Todos los usamos y casi seguro que cada vez que entramos en uno salimos pensando en algo que hemos visto o nos ha pasado dentro. O que no hay jabón, o que el secador no tiene fuerza, o que no hay papel, o que de tres urinarios dos están estropeados, o que están tan sucios que casi merece la pena hacer lo que sea en la calle. En cuanto a la suciedad, los españoles estamos acostumbrados a que los baños públicos, que los llamamos así porque son compartidos pero que muchas veces están en bares o restaurantes privados, son gratuitos, y cuando salimos a otros países nos enfadamos porque nos cobran por usarlos. A lo mejor merece la pena pagar cincuenta céntimos pero tener la certeza de que van a estar limpios. Volviendo a lo que podemos encontrar dentro, tenemos aseos con carteles tan raros que no sabemos cuál es el de señora o el de caballero, con grifos bajo los que es imposible meter la mano sin tocar el lavabo, con las paredes llenas de mensajes y frases filosóficas, con las puertas rotas que no dejan lugar a la intimidad, con asiento para invitados como el del otro día o con modernas instalaciones que nos da miedo usar. Lo que nunca había visto en un aseo es la recomendación de sentarse para los señores con gorra. Están cansados de que los raperos orinen de pie y salpiquen las paredes, pero los raperos son los que dejan los mensajes filosóficos en las puertas, no las paredes salpicadas.
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