La realidad siempre vuelve, o más bien nosotros somos lo que volvemos a la realidad cuando nos levantamos cada día normal y encontramos nuestros quehaceres después de unas vacaciones o unas fiestas. Nos la encontramos en la oficina con forma de una torre de papeles que nos espera, o en la oficina del paro a los que no tienen suerte de tener oficina propia. Nos espera en el madrugón, en la parada del autobús, en el atasco, en la sala de espera del médico, en el jefe que se disfraza de teniente coronel o en el armario lleno de ropa que planchar. Nos quitamos la careta de disfrutar y nos ponemos la de trabajar. Es fácil decir que tenemos que disfrutar de esas cosas diarias, lo difícil es disfrutar de ellas porque a nosotros lo que nos gusta es disfrutar de nuestro tiempo libre y de nuestras vacaciones, si no no llamaríamos tiempo libre al tiempo libre, ni días de descanso a los días de descanso ni vacaciones a las vacaciones. Los llamamos así porque el resto del tiempo del resto de los días tiene más de obligación que de devoción.
Hay días de obligaciones que son especialmente sacrificados, y de los que es especialmente difícil disfrutar, como el día de hoy para mi. Un día en el que he tenido que acortar mis vacaciones para asistir como a un juicio (como perito, no me he metido en problemas), he esperado durante tres horas para contestar tres preguntas en dos minutos cuando ya no quedaba nadie más en el edificio. Que nadie me pida hoy disfrutar de mis obligaciones diarias, porque hoy, mientras esperaba a solas en un pasillo vacío, sólo pensaba en que preferiría estar disfrazado que viviendo la realidad.
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