Empezaba a hacer buen tiempo así que María por fin se decidió. Llevaba tiempo queriendo hacer deporte y poniéndose excusas para no hacerlo. La edad iba pesando y poco a poco estaba dejando de tener ese envidiable cuerpo de adolescente que parecía que nunca iba a cambiar, pero todo cambia, y todo es a peor cuando no lo cuidas. Había dado una vuelta por el gimnasio de la mano de unas amigas y pensó que era su sitio, porque estaba cubierto, no hacía frío y había gente con la que charlar, así que fue a una tienda de deportes a comprar el equipo. Tuvo que preguntar porque nunca había estado en una, y ni si quiera se había fijado en que en su pueblo había dos. Eligió un chándal rosa, un par de camisetas de manga corta y unas zapatillas de baloncesto. Supo que eran de baloncesto cuando su hermano se lo dijo al llegar a casa, pero a ella le dio igual, porque eran las que le gustaban. Pagó el bono de seis meses en el gimnasio porque así se ahorraba bastante, y su ilusión la llevó a pensar que iba a estar para siempre haciendo deporte. Quince días después Joaquín se sentó en la bicicleta estática de al lado y pasearon juntos toda la tarde, sin bajarse de las bicis. Esa fue la última tarde que entró en el gimnasio y esa fue la última tarde que usó sus zapatillas de baloncesto. Las dejó aireándose en la ventana. Cambió unas ilusiones por otras, cambió de vida y cambió de barrio. Su madre no se atreve a tocar sus cosas, no sea que María tenga que volver a casa en busca de sus viejas ilusiones y le toque limpiar las telarañas.
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